El jefe de los rescatistas cuenta lo que vivió durante los seis días, tras la explosión del edificio en la ciudad de Rosario. Lastorta tiene de 42 años, está casado, es padre de tres chicos y es de Arroyo Seco. Un orgullo para nuestra ciudad.
Llegó un par de minutos después de la explosión y ya no abandonó el edificio de Salta 2.141 hasta el último día, cuando se rescataron los últimos tres cuerpos. En la primera hora, que define como “de oro”, logró salvar a ocho personas. Como jefe del Grupo Especial de Rescate de Zapadores (GERZ) de los bomberos de Rosario, Andrés Lastorta ingresaba en las ‘zonas rojas’, las de más riesgo, siempre con la esperanza de encontrar a alguien con vida. En algunas jornadas trabajó hasta 20 horas Reconoce que tuvo miedo y que agradeció “a Dios que no había chicos entre los muertos”. A un departamento volvió cinco veces porque observó zoquetes y un cochecito. Quería convencerse de que no había un bebé. Se sentía rodeado por el paisaje “de una película de guerra” y lo perseguía la sensación de que todo podía derrumbarse. “En todo momento tuvimos ese temor”, reconoce a Clarín.
“Fuimos los primeros en llegar y ya no paramos. La primera hora fue de oro para salvar vidas. Todas los que se salvaron lo hicieron de milagro”, explica este bombero de 42 años, que lleva 23 de servicio y que jura, después de los espantos que observó, que volvería a elegir la misma profesión.
Hay postales desgarradoras. Lastorta no olvida a María Elías, la joven de 28 años con síndrome de Down que murió. “La encontramos enterrada. Al lado de ella estaba su labrador, vivo”. Esa postal de la mañana de la tragedia no lo abandonó. El hallazgo del animal alimentó su esperanza de encontrar gente con vida. “Para los rescatistas la esperanza es lo último que se pierde”, explica.
Ese deseo se fue apagando. “Iba a ser duro encontrar un cuerpo y tener dudas de si lo podríamos haber salvado. Pero fallecieron en el momento, no sufrieron. Seguro”, se tranquiliza.
Describe el último día como “muy fuerte”. Agradece el conmovedor homenaje de la gente que los aplaudía, pero no disimula cierta culpa. “Me puse en el dolor de una madre o de un padre de los que murieron –explica–. Había veintiún víctimas y gente aplaudiendo. Me alivió mucho cuando vino un muchacho que había perdido al hermano y nos felicitó”.
Durante la semana regresó un par de noches a su casa, en Arroyo Seco. Julián (8), Virginia (10) y Selene (13), sus hijos, dormían cuando llegaba y cuando se iba. “Cuando volví era llorar y llorar. Los chicos me dejaban cartelitos. ‘Papi, estoy orgulloso de vos. Te amo’”, detalla Lastorta entre lágrimas. Mientras lo cuenta, sus hijos lo miran y sonríen.