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Pablo Procopio recuerda a su hermano Sandro, el arquitecto asesinado en barrio Bella Vista

"¿Acaso alguien pensó en renunciar como un modo de reconocer su incapacidad?", se pregunta el periodista de la sección Ciudad de este diario. El crimen ocurrió el lunes 24 de agosto en Cerrito al 3600.

Sandro Procopio tenía 48 años.

Sandro Procopio tenía 48 años.

Hace poco más de 48 años, mi mamá daba a luz a su primer hijo varón, mi hermano del alma, un ser que tenía como premisa a los demás. Primero los demás y después él. Así fue su vida.

Se comprometía con lo que deseaba y no paraba hasta lograrlo. Vivía a mil. Cualquier persona que lo conociera sabía que era así.

Tres días antes de que lo mataran le dije que estaba feliz por él. Y después le escribí a su esposa para que le transmitiera que sentía orgullo por mi hermano. Se había puesto al frente del negocio de mi papá de una manera única, sincera. "Voy a honrar su nombre", decía después de que nuestro viejo nos dejara hace cuatro meses. Y Sandro lo estaba logrando. Sin embargo, no dejaba de lado sus cosas personales y mucho menos dejaba de resolverles cuestiones a quienes le pidieran una mano. Era solidario, pero fundamentalmente bueno, derecho, transparente y frontal. Muy frontal.

Su esposa y su único hijo, de sólo 19 años, lo desvelaban. Y acompañaba siempre a mi madre, que lo quería y lo protegía como a nadie.

No paró hasta cumplirle el sueño a su hijo, apasionado por jugar al fútbol, a pesar de que sabía que eso implicaba el destierro. Sentía que Stefano estaba listo para enfrentar la vida solo y madurar de verdad. Se moría de ganas de ir a verlo a Italia y su hijo lo esperaba con una ilusión indescriptible. Pero Sandro cambió de trayecto porque dos personas lo atacaron en la calle cuando iba a controlar la marcha de su trabajo, así, como siempre, involucrándose de lleno para conocer hasta el más ínfimo detalle.

Le quitaron la vida. Mi hermano caminaba hacia la obra hablando por teléfono, en su mundo, y dos delincuentes salieron de un auto para robarle. Debe haberse resistido y bajado un rosario de insultos, pero cómo imaginar una reacción humana frente a un episodio así. El era vehemente, sanguíneo, sentimental.

Le dispararon y huyeron como ratas. Destrozaron en mil pedazos una vida, muchas vidas, las de sus seres queridos. Así me siento yo y siento también el dolor de mi familia. Truncaron proyectos y los convirtieron en dolor infinito, ese que está adentro y no puede explicarse.

Pero tanto dolor tiene que ser convertido en fuerza y voluntad para seguir adelante, aunque esa horrible sensación de vacío aparezca siempre, todos los días y en cualquier momento. El no se merecía una muerte horrenda, violenta, inimaginable. Era, de veras, la persona trascendente de mi familia. Me decía qué hacer, me guiaba, me aconsejaba y yo lo necesitaba.

Desde hace días (con horas interminables de desvelo) no dejo de pensar en cómo expresarme, en cómo volver a la "normalidad" estando partido y sabiendo que nada será igual.

Pensé en pedir sólo castigo a los autores materiales y a los responsables de la inexistente seguridad en la provincia y el país. Pero prefiero que me ayuden a construir en base al amor, ese mismo cariño eterno que todos le teníamos a Sandro. Porque intuyo que hay motivos (que no entiende la razón) para que él se convirtiera en esta especie de mártir, una bandera en la lucha contra la falta de seguridad.

Su hijo dijo que no quiere volver al país y hasta yo pensé en irme. ¿Qué garantías hay acá? Los convoco a salir a la calle, a expresarse, para que el mundo se entere de lo que sucede realmente en Argentina, en Santa Fe, en Rosario. Claro que las autoridades lo saben: esos mismos dirigentes que piden hasta el hartazgo que los voten, que buscan de todas las formas (hasta las más cobardes) que se evite hablar de los temas que no pudieron resolver. Son inútiles de toda ineptitud. Y eso no debe callarse. ¿Acaso alguien pensó en renunciar como un modo de reconocer su incapacidad? Los mismos que dicen hacer todo lo que se puede saben que no es así. Saben de las connivencias, de la corrupción, de las zonas liberadas y del desvío de recursos. Y ni hablar de la torpeza y el desinterés de quienes tienen que resolver las cuestiones cotidianas. Los agentes en la calle no reaccionan, no están. Y ni siquiera conocen la ciudad.

Las heridas lacerantes que dejan la impericia y la deshonestidad no se resuelven con recordatorios, monumentos ni restringiendo el acceso a predios donde ocurrieron desgracias.

A mi hermano nadie, jamás, le devolverá la vida. Y aunque nuestro derrotero debe seguir, su pérdida llamará siempre dentro de quienes lo amamos.

Me siento un idiota pidiendo con estas líneas que hay que trabajar en serio y sin hipocresía para tener un país mejor. Cuántos habrán escrito lo mismo. Qué lugar común. Pero por mi hermano no voy a parar de reclamarlo. Es de una vez por todas y con todas la voces.

Gracias a todos por tanta solidaridad.

Fuente: La Capital

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