A propósito de lo que nos dejó esta experiencia de nado en la Laguna de Melincué por parte de “Los Tiburones del Paraná”
Digo Ramón, como pude haber dicho cualquiera de los más de 200 atletas que participaron de esa maravillosa experiencia que fue la de “Los Tiburones” en la laguna de Melincué. Una laguna encrespada por un fuerte viento pampero que producía un oleaje considerable, pero que le ponía sabor a la travesía.
Quizá Ramón sea la excusa para que podamos hablar de otras cosas.
Todas las personas con discapacidad tienen una experiencia común: están expuestas a diversas formas de discriminación y exclusión social. Esto les impide ejercitar sus derechos y libertades y les hace difícil participar a plenitud en las actividades ordinarias de las sociedades en que viven. El problema se complica porque esto no suele verse como una violación de sus derechos humanos.
El debate actual sobre los derechos de la persona con discapacidad no se centra en el disfrute de derechos específicos sino en asegurar el disfrute efectivo, en condiciones de igualdad, de todos los derechos humanos, sin discriminación. El principio de no discriminación ayuda a hacer más relevante los derechos humanos en el contexto de la discapacidad que los que se dan respecto a los contextos de envejecimiento, sexo o niñez. La no discriminación y el disfrute efectivo, en condiciones de igualdad, son el tema dominante en la urgente reforma que debe hacerse respecto de la manera en que la discapacidad y las personas con discapacidad son vistas en todo el mundo.
En un pasado relativamente reciente las personas con discapacidad sufrían una suerte de “invisibilidad” y tendían a ser vistas como meros “objetos” de protección, tratamiento y asistencia, antes que como “sujetos” de derechos. Este enfoque, comúnmente conocido como “modelo médico”; se centraba en los rasgos o características médicas de las personas (sus deficiencias específicas) y tenía el efecto de localizar el “problema” de la discapacidad en la persona, vistas ellas como objeto de intervenciones clínicas o de bienestar.
Las personas con discapacidad eran excluidas así de las actividades principales y ordinarias de la sociedad y se les proveía de colegios especiales, centros terapéuticos, de medios de transporte y vivienda "separados", bajo el supuesto de que eran incapaces de lidiar con la sociedad o con la mayoría de actividades de la vida ordinaria y común. Se les negaba así a tener un acceso "igual" a los derechos básicos y libertades fundamentales (salud, empleo, educación, votar, recreación, etc.), es decir igual a los que goza el común de las personas. Con respecto a los menores, lo vemos a diario, en la cotidianeidad la situación se complica aún más: mientras el niño sin discapacidad hace “Educación Física”, el niño con discapacidad hace psicomotricidad; mientras el niño sin discapacidad hace deporte, el niño con discapacidad hace “deporte terapéutico”; mientras el niño sin discapacidad necesita apoyo escolar, el niño con discapacidad necesita psicopedagogía; mientras el niño sin discapacidad juega, el niño con discapacidad realiza ludo-terapia; y a sí podemos seguir hasta el cansancio.
Desde hace más de treinta años el enfoque hacia las personas con discapacidad viene cambiando. Se ha llegado a entender que la verdadera causa de la discapacidad no se encuentra solamente en el individuo, tomado éste de manera separada, sino que su causa es fundamentalmente social, y se encuentra en las desventajas que se experimentan debido a las omisiones o errores de diseño incurridos, sea por prejuicios, por discriminación o simplemente por no tener en cuenta estas diferencias. La causa de la discapacidad, entendida como la imposibilidad de vivir una vida plena, en condiciones de igualdad, es pues social y se origina en una violación de derechos. De esta manera las personas con discapacidad han comenzado a ser vistas como sujetos portadores de derechos. Este cambio de paradigmas, hacia un enfoque basado en derechos, ha sido ampliamente respaldado ya por las Naciones Unidas y se refleja en varios desarrollos que han tomado lugar desde 1981, año que se proclamó como “Año internacional de las personas con discapacidad”.
A partir de ahí se ha producido un extraordinario cambio de perspectiva, pues ya no es la caridad sino los derechos humanos el criterio que se aplica al analizar la discapacidad. Ello supone dejar de ver a estas personas como problemas y considerarlas poseedoras de derechos. Lo más importante es que significa situar los problemas fuera de la persona con discapacidad y abordar la manera en que en los diversos procesos económicos y sociales se tiene en cuenta o no, según sea el caso, la diferencia implícita en la discapacidad. De ahí que el debate sobre los derechos de las “personas con discapacidad” tenga que ver con el debate más amplio acerca del lugar que ocupa la diferencia en la sociedad.
Discapacidad se puede comprender como “diferencia” y “diversidad”.
Diferencia: tiene dos acepciones:
1. Cualidad o accidente por el que una cosa se distingue de otra,
2. Conjunto de caracteres y circunstancias que distinguen a una persona de otra.
Diversidad: equivale a “variedad”, “desemejanza”, “multiplicidad”, “pluralidad”, en definitiva: “diferencia”
Estos conceptos no enfatizan la “falta”, sino la “variación”, los distintos modos de ser. La “diversidad” entonces, es un hecho natural que se puede constatar empíricamente en la experiencia diaria. Constituir a la persona con discapacidad como “diverso” exalta la variedad de singularidades.
Canta Joan Manuel Serrat:
“cada uno es lo que es
Y anda siempre con lo puesto”
Las posibilidades de una vida más humana están al alcance de la mano. Detengámonos a pensar en la grandeza a la que todavía podemos aspirar si nos atrevemos a valorar la vida de otra manera. Sólo hace falta que nos situemos en la verdadera dimensión del hombre.
Trágicamente, el ser humano está perdiendo el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que lo rodea, siendo que es allí donde se dan el encuentro, la posibilidad del amor, los gestos supremos de la vida.
El hombre es relación. Lo real, lo concreto es el hombre con el hombre. Somos nuestras relaciones.
Martin Buber, filósofo de extracción religiosa, judío más concretamente, define al “yo” como: “yo soy mi relación”. No un yo que entra en relación, sino un yo que sale de la relación, emerge de ella. La relación lo define, y también, uno no es “dueño” de la relación, sino que “somos”, “estamos”: yo y el otro. En el Yo-Tu se da el compromiso. La relación significa elegir y ser elegido; es un “encuentro” a la vez activo y pasivo. Me realizo al contacto del “Tu”. La relación con ese “Tu” es directa y esa relación real en el mundo es exclusiva, porque toda relación real en el mundo descansa sobre la individuación; esta individuación hace su delicia, pues solo ella permite que se reconozcan los que son entre sí diferentes.
Todo ser humano, con discapacidad o sin ella, es una persona social, que forma parte de una sociedad y participa de una cultura sobre la que influye y por la que es influido. Por naturaleza es gregario y necesita relacionarse con otras personas para lograr su destino pleno y armónico.
Cada sociedad genera y regenera ideas y palabras, valores y medidas que configuran la imagen social de la discapacidad. En este sentido, la sociedad no es solo el escenario en el que acontece el problema, sino que es un personaje importante del drama. La sociedad discapacita y rehabilita, segrega y agrega. Por ello, ha de ser objeto de intervenciones que la hagan cada vez menos agresiva y más accesible, menos áspera y más generosa, menos normativa y más tierna.
En definitiva, como dijo Adriana, mamá de una joven con discapacidad:
“El día que la inclusión sea plena, caduca el término discapacidad”
(La foto que acompaña este relato es de Elisa Reynoso, a quien agradezco las más de cien fotos, todas con el mismo arte y calidez que sacó en el Evento de nado de Melincué)