La vida de uno de los jóvenes que integran el grupo de nadadores de aguas abiertas Tiburones del Paraná, contada en primera persona.
Yo soy rengo. Y si bien hay alguna explicación técnica para explicarlo, soy eso: un rengo. Mi discapacidad me molesta pero sin esa manera particular de vivir no sería yo. La renguera no es tan mala porque después de 28 años -y de gastar muchas zapatillas- me da un andar extremadamente sexy. Soy un rengo que nada, soy un Tiburón de agua dulce.
Mi historia con la natación empezó como una cuestión médica, una más de las tantas rehabilitaciones producto de mi discapacidad. Fue en una pileta olímpica, en el complejo La Barra de Arroyo Seco rodeado de gente convencional. El primer contacto con el agua fue raro, no sabía qué hacer. Todo me costaba. Pero no era raro sólo para mí sino también para el entorno. Me sentía observado. Los profesores me ayudaban y dudo que tuvieran un método o una fórmula mágica para emplear conmigo.
No era usual darle clases a una persona con discapacidad de 13 años que había empezado a caminar ocho años antes de sumergirse por primera vez al agua. Ahí entrenaban nadadores de alta competencia. Cada día me preguntaba: ¿por qué yo no puedo competir? Aunque todavía no era consciente de lo que significaba el agua para mí. Luego se iba a convertir en algo trascendental. Con los profes tratábamos de conseguir una mejora para mis piernas.
Patricio Huerga, el creador de la primera escuela de natación para personas con discapacidad, estaba siempre en La Barra. Yo iba a entrenar a la mañana temprano y cuando me iba llegaban los Tiburones del Paraná. Patricio siempre me preguntaba:
- ¿Cuándo te vas a sumar con nosotros?
Él me insistía. Yo no me imaginaba nadando en el río. ¿Aguas abiertas? Imposible. Tampoco conocía en detalle quiénes eran y qué hacían los Tiburones del Paraná. El agua, en principio, era sólo recreación. Y mi vida, también.
El 16 de septiembre de 1986 en el hospital de Santa María de Punilla, una pequeña localidad a 3 kilómetros de Cosquín en la provincia de Córdoba, un grupo de practicantes atienden a mamá. El médico de guardia había salido por una urgencia. Mi parálisis cerebral tiene origen en el parto que se da por un exceso de anestesia que los practicantes le aplican a mamá. En el momento que vamos a nacer –y digo vamos porque éramos gemelos- después de un trabajo de parto bastante intenso, mamá se descompensa y a nosotros no nos encontraban los latidos. Luego de un buen rato le practican una cesárea.
El exceso de anestesia afecta mi motricidad fina, las piernas y deja secuelas graves. Las secuelas marcan y dificultan mi posibilidad de caminar. A mí hermano le practican una microcirujía de corazón a los dos meses de vida, no la resiste y muere. Yo tuve que arrancar mi vida de forma distinta. No caminé hasta los cinco años.
Soy Gonzalo Blazco, tengo 28 años y me operaron 27 veces. Si me vuelven a operar me deberían entregar el ‘Bisturí de Oro’. Y si no me lo entregan no entro nunca más a un quirófano. Cada operación fue una odisea. Con mamá tuvimos que andar de hospital en hospital.
Yo gateaba, siempre gateaba. Patricia era una chica que me cuidaba cuando mamá trabajaba en un comedor de Córdoba antes de dedicarse a la prostitución. Una tarde del ’92, Patricia me llevó a una plaza y mientras me hamacaba me dijo con un tono seguro y firme: “Vos podés caminar”. Me bajó de la hamaca, me tomó de las axilas y lo repitió: “Vos podés caminar”.
- Dale, da un paso.
Y yo di un paso y me desparramé en el piso. Ella se enojó y me paró.
- Vos podés, vos podés. ¡Vamos Gonzalo!
Me levanté, di un paso, di dos pasos y me volví a caer. Pero no hubo dos sin tres intentos. Lo intenté por tercera vez y caminé. La plaza estaba en bajada, era en Córdoba. El comedor donde trabajaba mi mamá quedaba a una cuadra y hacia allí fuimos.
- ¡Mamá! Vení que tengo una sorpresa para darte.
- Estoy trabajando hijo- grito desde adentro sin mirar.
Insistí.
- Dale mamá, vení.
Ella se enojó.
- ¿Qué es lo que querés que tanto jodés? ¿No ves que estoy trabajando?
Pero a pesar del enojo salió a verme. Yo caminaba sin parar. A mamá se le salieron los ojos para afuera como a Jim Carrey en la película La Máscara.
Nos abrazamos.