José tiene parálisis, vive en un cotolengo y soñaba con estudiar periodismo deportivo. Le solventaron la carrera y hoy termina primer año como uno de los mejores promedios.
José Mansilla junto a sus amigos. En enero La Capital contó su sueño y muchos rosarinos le dieron una mano. Foto: A. Amaya
"Acá soy uno más, no quiero ser diferente". Así se plantó José Mansilla frente a los profesores el primer día de clase. Estaba cumpliendo su sueño, estudiar periodismo deportivo, y no era cuestión de arrancar con privilegios por más que llegara al instituto con su silla de ruedas, el atril en la mochila y Cristian Buschiazzo, su acompañante pedagógico. A principios de año se propuso derribar prejuicios y paredes y desde el fondo de una historia personal adversa demostró que todo lo que necesitaba era una chance. Hoy termina primer año con un promedio de 9.50 y un mensaje: el valor que representa darle a quien lo necesita una oportunidad.
En su edición del 28 de enero, LaCapital narró el sueño que José quiso hacer público desde los jardines del Cotolengo Don Orione (General Lagos). Rodeado de afectos y de entusiasmo, pero también de otras personas con limitaciones tan o más serias que la suya, el joven pidió ayuda.
"Quiero estudiar, tener una profesión y ganarme la vida", dijo en esa oportunidad y agregó una frase con la fuerza de un mazazo: "Todo es posible". Claro que para hacer realidad su desafío necesitaba ayuda, porque el Cotolengo que lo albergó y cuidó desde los tres meses no podía hacer frente a la mayor ilusión de su vida: estudiar a pesar de padecer una artrogriposis múltiple congénita. Se trata de una patología que le impide mover brazos y piernas, pero que jamás clausuró su pensamiento; y mucho menos su corazón.
Los lectores intuyeron la fuerza de león de su pequeña figura y no se hicieron esperar. El teléfono del Cotolengo fue testigo de la solidaridad. Para marzo, José ya tenía una certeza: podía viajar a Rosario y estudiar periodismo deportivo gracias a los fondos que cada mes comprometieron particulares y organizaciones durante todo el año.
Ahora, después de dos cuatrimestres con notas excelentes y el reconocimiento de sus profesores, a los amigos de José no les cabe el corazón para agradecer y hacerle saber al mundo el valor que tiene una oportunidad. Eso fue justamente lo que le dieron.
"No quiero que me saquen del salón para tomarme un examen y si tengo que salir a cubrir una nota afuera, voy a salir", asegura. Y repasa sus objetivos: solventar su vida con trabajo y demostrar que la discapacidad no debe convertir a nadie en un marginado social.
El cambio. "Hay un antes y un después en mi vida a partir de la nota en el diario, no sé cómo hacer para dar gracias", dice desde un banco del instituto en uno de los recreos. Antes de comenzar la charla Cristian le acercó una gaseosa. Un sorbito y el relato que fluye y atrapa. Es un gigante el que habla. Uno que no se rindió a los tres meses cuando lo trajeron desde Santiago del Estero con una ristra de pronósticos desfavorables.
Pero el Cotolengo es especialista en transformar los destinos rotos en vida y una monja, la hermana Brígida, se hizo cargo de José y de su transitar por hospitales y por doce operaciones. El la llama "mi vieja" y dice que siente su compañía, aunque falleció justo al regreso del viaje de estudio. Ese sí que fue un trago amargo, del que ayudó a salir Amelia, otra habitante del lugar que siempre lo cuidó. "Hicieron de mi lo que soy", define el joven fanático de River.
No lo dice, pero el anhelo se adivina. Le encantaría que su "mamá" Brígida estuviera hoy en el banco de al lado. "A mi vieja le decían que no se preocupara mucho por mí, porque no iba ni a poder hablar. Es muy doloroso que le digan eso a una madre, pero ella sentía otra cosa, tenía la certeza que además de hablar iba a estudiar con buenas notas", relata.
La vida. Todas las mañana José deja atrás los jardines del Cotolengo en General Lagos rumbo a Rosario en un transporte especial que conduce otro José, un "tipo extraordinario". En la puerta del instituto, España 1300, lo recibe Cristian, su acompañante pedagógico y amigo.
"Le alcanzo las hojas, porque escribe con la boca y usa un atril. Lo acompaño al baño, lo asisto en todo lo que necesita", dice Cristian; profesor de educación física y a punto de graduarse en educación especial. Con esa capacitación y un don de gentes que no pasa inadvertido, se convirtió en un aliado fundamental de José.
¿Y los nuevos compañeros? "Cuando llegué al instituto fue como el primer día de la secundaria, tenia miedo de que no me aceptaran, de quedar aislado, pero la verdad es que tengo un grupo bárbaro", cuenta José.
LaCapital le recuerda la anécdota que contó cuando ingresó al jardín de infantes, cuando un nene se adelantó con la mano extendida y le dijo «vení amiguito, vení». "En esta ocasión el que se adelantó fui yo, ese fue un gran cambio en mi".
Como si hiciera falta aclararlo. Justo él, héroe de los desafíos, como el segundo año de la carrera para el que ya se prepara y sueña con volver a convocar a los lectores de corazón tierno.