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Cuento de Pueblo Chico

#Cuento: Piojos

¿Sufrió alguna vez de piojos?

¿Sufrió alguna vez de piojos?

Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Sorpresa fue para Mirta cuando llegó al colegio de su hija y se enteró del motivo por el cual la docente la había citado. Supuso que se trataría de alguna travesura de su nena, Lumi, de ocho años, pero no fue así.
“Hemos notado que Lumi ha contagiado de piojos a todo el colegio” – le comunicó la maestra, que al mismo tiempo rascaba su cabeza con un compas; “hace unas semanas se rascaba con las dos manos, por lo que pudimos observarla en los recreos y ahora hasta utiliza una de las columnas de la escuela para cepillarse por lo que tuvimos que reponer el revoque de la misma, ya que su hija se lo iba llevando de a poco entre sus pelos.”
Mirta se sorprendió, “no puede ser, este es un colegio privado… se supone que no hay piojos” – manifestó engreídamente, “además está acusando a mi hija de algo que no está segura.”
La docente, que a propósito esperaba el próximo paro de dos días para descansar del constante reniego con los padres de sus alumnos, la tranquilizó y le detalló la novela escolar: “su hija fue a buscar un mapa a la dirección y a la hora todos los directivos tenían piojos, inclusive la fundadora de la escuela en su retrato, luego fue a comprar golosinas al kiosco y la kiosquera pidió licencia por pediculosis, corrió por todo el colegio jugando con sus amiguitas y todos nuestros alumnos terminaron rascándose… Es más, el portero del establecimiento no pudo escapar del contagio, aunque tiene sólo dos pelos en la cabeza.”
La madre salió indignada del colegio con su hija y subió a su vehículo, mientras a gritos le pedía a Lumi que dejara de rascarse: “no te rasques delante mío que me da vergüenza, rascate cuando estás sola, sino van a pensar que no te pongo nada para esos piojos.” Fueron directo a la primera farmacia que vieron, donde la empleada les vendió “Piojicid”, “Liendrecid”, “Rasquicid”, “Sarnicid”, “Pulguicid” y “Garrapaticid”, con lo que Mirta estaba dispuesta a declararle la guerra a esos insectos que habían llegado para arruinar su imagen pública: madre de una piojosa.
Salieron de la farmacia y la joven empleada no tardó en comenzar a rascarse. Se acercó también a su patrona y para los cinco minutos todos en ese negocio tenían tantos piojos como pelos en sus cabezas. Así también, la digna docente no tardó en compartirle la epidemia a sus hijos y estos de llevar a sus visitantes al club y contagiar a sus compañeritos. Para el siguiente fin de semana los partidos de las categorías infantiles se llevaron a cabo con niños que corrían tras la pelota pero no sacaban sus manos de la cabeza. Y así entrenadores, simpatizantes y comisión del club… Todos con piojos en cuestión de días.
Pero Mirta aquella noche se había decidido a acabar con esa pandemia. Sentó a su hija, le untó un hermoso engrudo en los pelos… Mezcla de todo lo que había comprado en la farmacia y huevo, pimienta, kétchup y una gota de detergente. Lumi con cabeza de mutante sólo esperaba que el experimento de su madre diera resultados, porque no aguantaba sin rascarse ya que tenía sus manos atadas al costado de la silla.
Para cuando el invento estaba sobre la cabeza de la niña, todos los alumnos de su colegio ya habían contagiado a sus padres, hermanitos, tíos, primos y algunas mascotas. Solcito, una hermosa nena de seis años, contagió de piojos a un loro y Pedrito infectó a su hermano mayor de dieciocho años, que vivía tirado en el sofá… O sea, uno que iría a rascarse más de lo que lo venía haciendo hasta entonces.
La mamá de un alumnito llevó sus piojos también a la Municipalidad mientras iba a pagar un impuesto. Así que todos los funcionarios y empleados en cuestión de pocos minutos se paseaban por los pasillos del palacio no sólo trasladando escuetos papeles sino también rascándose de manera desesperada.
Lumi despertó al otro día con una bombacha de goma en su cabeza y olores que no sólo habían combatido la pediculosis sino que también espantaba moscas, mosquitos y otros insectos por kilómetros de distancia. Demasiado tarde era, sin embargo, porque para entonces toda la ciudad de Arroyo Seco tenía sus piojos o los descendientes de estos.
Un lechero que bajaba un cajón por rascarse rompió varios sachets contra el piso. Un monaguillo arrojó la copa del sacerdote justo en el momento que comenzaba a picarle la cabeza. Un remisero manejaba con una sola mano por tener la otra muy ocupada. Todos los ciudadanos con piojos… Prueba de ello es que probablemente usted, desde que comenzó a leer este cuento… Se rascó más de una vez sin darse cuenta.

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